lunes, 6 de agosto de 2012

Desventuras en el país-jardín de infantes

La nota de María Elena Walsh que enfrentó a la censura en la dictadura

En agosto de 1979, en el Suplemento "Cultura y Nación del diario Clarín, María Elena Walsh publicó la nota, de la que aquí se reproduce un fragmento.


Si alguien quisiera recitar el clásico “Como amado en el amante / uno en otro residía …” por los medios de difusión del País-Jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra amante, mucho más en tan ambiguo sentido.

Imposible alegar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tuntún y autores porque están en capilla.

Atenuante: como el celador suele ser flexible con el material importado, quizás dejara pasar “por esa única vez” los sublimes versos porque son de un poeta español.

Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora. El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.

El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las Memorias de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió dos novelas: El rojo y El negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.

Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.
Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.

La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos —debemos— denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo XX y no las de Khomeini.

El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas pero quién va a probarlo: ¿no son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye.

Un autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión, pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las que consultan las Aduanas, con delincuentes o “desaconsejables”. Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que se sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué su autor preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos de sémola chirle y sosa.
Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos de Quino que se preguntaban: “¿Nosotros qué éramos …?”

El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser constitucional.

La autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó. Creyó y cree en la protección de la infancia y por lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar. Pero la autora también y gracias a Dios no es ciega, aunque quieran vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor. Mira con amor la realidad de su país, por fea y sucia que parezca a veces, así como una madre ama a su crío con sus llantos, sus sonrisas y su caca (¿se podrá publicar esta palabra?). Y ve multitud de familias ilegalmente desarticuladas porque el divorcio no existe porque no se lo nombra, y viceversa. Ve también a mucha gente que se ama —o se mata y esclaviza, pero eso no importa al censor— fuera de vínculos legales o divinos.

Pero suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo. Si incursiona en la TV —da lo mismo que sea como espectador, autor o “invitado”— hablará del prêt-à-porter, la nostalgia, el cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares enamorados que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá a debates sobre temas urticantes como el tratamiento del pie de atleta, etcétera.

El público ha respondido a este escamoteo apagando los televisores. En este caso, el que calla —o apaga— no otorga. En otros casos tampoco: el que calla es porque está muerto, generalmente de miedo.

Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un conjuro mágico no nombrar para que no exista. A ese orden pertenece la más famosa frase de los últimos tiempos: “La inflación ha muerto” (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.

Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes. Menos imaginó que ese país podría llegar a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto.

Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué. (….)


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